Miguel Núñez ha muerto. Su intensa vida ha terminado. La sensación de su pérdida me trae muchos recuerdos de nuestra relación en los 40 años transcurridos desde el día, creo que era en el otoño de 1968, que le conocí en una placita de Barcelona, al poco de salir Miguel del penal de Burgos. Es decir al inicio de otra etapa suya en libertad en la calle, en un acto abierto de oposición al franquismo cuyos contenidos exactos no recuerdo. Al poco empezó una relación regular cuando ya se convirtió mi jefe como “responsable político” del Comité de Barcelona del PSUC.
Las palabras “jefe”, “maestro” y “amigo” pueden ciertamente resumir los años transcurridos desde entonces. No deja de presentarse sin embargo alguna laguna, una importante de varios años, desde 1976 hasta pasado 1990, cuando se recuperó nuestra relación como consecuencia de un curioso azar, ya que nos encontramos casualmente en un corto periodo por dos veces en el metro de Madrid por el que circulan permanentemente decenas de miles de personas.
Situar a Miguel Núñez al frente del Comité de Barcelona suponía en 1968 una apuesta arriesgada, no sólo por su vulnerabilidad, ya que acababa de salir del penal, sino también por el aparente alejamiento de la vida diaria de una ciudad como Barcelona que suponían sus largos años de presidio. Pero Barcelona, el Partido de Barcelona, necesitaba un importante impulso. Y voy a seguir utilizando la expresión “el Partido”, una forma de decir y pensar que era el único que merecía tal consideración, con todo el germen de totalitarismo que ello encerraba, porque eso era entonces para nosotros y para muchos otros, durante esos años intensamente vividos con Miguel.
Mi impresión y mis recuerdos de los años 60 apuntan a una sucesión importante de movilizaciones sociales, esencialmente obreras y estudiantiles, pero con poca capacidad de dirección política, con poca autoridad, desde el órgano de dirección del Partido. Con vacilaciones desde el Comité de Barcelona, y quizás desde el Comité Ejecutivo, ante el lógico y en sí mismo positivo debate interno que provocaban estas mismas movilizaciones. Necesitábamos alguien que le diera impulso, iniciativa, confianza, coherencia, y esto tenía que hacerlo ahora Miguel desde la dirección del PSUC a la que acababa de incorporarse. Y lo hizo.
Lo hizo en una situación más difícil de lo previsto, ya que, a los pocos meses, el decretado Estado de Excepción, con orden “de busca y captura” contra él, añadía, si cabe, más dificultades a esta tarea. Y Miguel la emprendió con algo que le ha caracterizado siempre, hasta la última vez que hablamos, hace pocos días. Con alegría, con optimismo.
Una alegría y un optimismo que no procedían de la ignorancia de la realidad, sino de la certeza de que en cualquier situación es posible encontrar un camino, una forma, de abordar esta realidad, con la voluntad, y la posibilidad, de contribuir a hacer la vida mejor. Mejorar la vida de todos, pero conscientes de que es también una forma de hacer mejor nuestra vida, la de cada uno de los protagonistas de esa tarea, de poder estar satisfechos con la forma que decidimos vivirla. Una alegría y un optimismo que por su propia racionalidad son fáciles de transmitir. Creo además que éste ha sido una de las claves de su capacidad de comunicación, de convencimiento, de liderazgo. Seguramente también de superar momentos personales menos alegres. Y no me refiero a las detenciones, torturas, cárceles, sino a lo que a veces puede ser peor, y son las miserias de los nuestros, de lo nuestro, de los colectivos, del propio “Partido” en primer lugar, particularmente cuando éste expresa también de forma colectiva las miserias individuales.
En 1968 empezaron los intensos años de una estrecha relación entre nosotros dos, que van desde el Estado de Excepción del 69 hasta la transición. Años en los que vivimos juntos en el status de “orden de busca y captura” y juntos en la reconstrucción del Partido en Barcelona, desarticulado tras la detención de más de 100 camaradas ese año 69, y con desconocidos hilos sueltos que la brigada “político-social” de la policía había sin duda dejado. Unos años en los que empezó siendo mi jefe, para convertirse poco a poco en mi maestro y acabar siendo mi amigo. Un jefe como he tenido pocos, ya que el respeto se lo ganaba sin autoritarismo, como consecuencia de su capacidad para orientar más que mandar, para escuchar antes de opinar, pero sin rehuir su responsabilidad al mando de la organización. Una relación que aparentemente se rompió en 1976. Sobre el intermedio de no tan buenos recuerdos iniciado ese año diré algo luego.
En estos años, del 69 al 76, que en su transcurso y ahora en su recuerdo me parecen muchos más por su intensidad, se acumularon tantas experiencias políticas y personales que siguen constituyendo para mí la etapa más feliz de mi vida. Y en ellos la figura de Miguel juega un papel esencial. Quizás se ejemplarizan en lo que era nuestro trabajo en relación con SEAT, pieza clave del trabajo del Partido hacia el movimiento obrero del momento y creo que una de las más importantes en la movilización democrática de la sociedad barcelonesa y catalana. A mí me correspondía el seguimiento día a día, con Silvestre Gilaberte, con “Asamblea Obrera” (el órgano de las comisiones obreras de la fábrica), en mi responsabilidad como secretario de organización de Barcelona y/o del movimiento obrero de Catalunya, desde el Comité de Barcelona y el Secretariado del PSUC. Pero las reuniones clave, las que daban el impulso decisivo, eran las una o dos reuniones anuales del colectivo de dirigentes obreros de la fábrica con el “camarada Saltor” (su nombre de Partido, “de guerra”, con el que ellos le conocían). Eran auténticas reuniones “de Partido”, aunque no siempre estaba clara la formalización como “afiliados” al Partido de los asistentes. Porque se trataba del encuentro de los principales dirigentes obreros “con” el Partido, conscientes de que así era, con las correspondientes normas de seguridad a tal efecto. A ellas acudían personas que no iban a las reuniones extralegales de Comisiones Obreras, evidentemente con menor carga penal ante el riesgo de una detención, pero que para ellos eran reuniones de menor importancia, que les aportaban menos para su actividad de dirigentes obreros en los talleres de la fábrica, por lo que el riesgo no les compensaba. Se trataba de reuniones en las que Miguel nos explicaba la significación de la lucha de SEAT en el contexto político, en la lucha contra el franquismo, por la mejora de las condiciones de trabajo, por la dignidad de las personas, de la clase trabajadora. Y nos explicaba también su importancia, su incidencia, sus repercusiones … Era una forma periódica de cargar las pilas en una etapa en la que cada año, creo que no faltó en ninguno, los trabajadores de SEAT hacían una huelga importante, con despedidos, con detenidos, pero también con victorias en las condiciones de trabajo, en la readmisión de despedidos, en el importante apoyo solidario (personal, jurídico y económico) a los represaliados, con fuertes indemnizaciones para los que quedaban en la calle.
Fue también una etapa en la que teníamos la sensación, y creo que no nos equivocábamos, que la ciudad, la ciudadanía, vivía al día las decisiones que tomábamos en el Partido, sentía una comunicación casi permanente a través de mil canales, poros, a través de las más diversas estructuras y formas de organización social, legales o extralegales, a las que llegaban con fluidez los criterios y propuestas del Partido. Una etapa en la que frecuentemente, a través de la organización del Partido llegábamos a los conflictos sociales, a los procesos de movilización obrera en primer lugar, antes muchas veces que las formas de coordinación de los mismos movimientos sociales.
Con Miguel aprendí también entonces, en la práctica, normas de clandestinidad mucho más rigurosas que las practicadas antes. Y a no tener “miedo”, sino precaución, apoyándonos en la sociedad, cada vez más protectora frente al régimen y a la policía franquista.
Un hito importante de estos años, de complicidad con Miguel, fue la negociación para la incorporación de “Bandera Roja” al Partido. Él y yo constituíamos la “comisión negociadora” por parte del PSUC, con Jordi Solé Tura y Jordi Borja por parte de BR. Cuando habíamos concluido los términos políticos y organizativos de su incorporación, lo llevamos al Comité Ejecutivo, donde los más recalcitrantes consideraban que eran propuestas que BR iba a rechazar, lo que permitiría que no se produjera la incorporación colectiva, sino de uno en uno y eligiendo nosotros cuáles sí y cuáles no. Miguel y yo sabíamos que no sería así, que su respuesta iba a ser positiva, pero no lo explicamos para no dificultar una difícil decisión en el Comité Ejecutivo del PSUC y propiciar la posición favorable de los que en realidad estaban en contra.
De esta etapa no recuerdo ninguna discrepancia significativa con Miguel hasta 1975, cuando la discusión en el Comité de Barcelona sobre la posibilidad de convocar o impulsar una “huelga general” en Barcelona (era la etapa de la consigna de la “Huelga General Política”) a partir de las movilizaciones obreras. Mi propuesta de plantearnos esta acción a partir de las acciones obreras en SEAT, HISPANO OLOIVETTI, HARRY WALKER, MAQUINISTA, … chocaba con las reticencias (incomprensiones, creía yo) del Comité Ejecutivo, de Gregorio y del Guti esencialmente. Y chocaba ciertamente también con las propias dificultades que habíamos comprobado en la larga e intermitente huelga en SEAT de diciembre del 74 y enero del 75, cuando la salida a la calle desde la fábrica de miles de trabajadores, unos 10.000, que recorrían Zona Franca para acabar en Plaza Catalunya y las Ramblas en manifestaciones que duraban varias horas, cuando con esta importante y combativa movilización obrera no habíamos conseguido que los piquetes, los grupos que iban organizando y orientando al grueso de trabajadores, entraran en las numerosas fábricas de Zona Franca para pararlas y llevar a sus trabajadores a la huelga y en manifestación hacia el centro de la ciudad.
La discusión en el Comité de Barcelona no fue fácil y recuerdo que propuse que se votara, lo que sucedía por primera, y última vez, al menos en lo que yo recuerdo. Gané, frente al planteamiento de Miguel, la votación, creo que por poco, y sin que en la práctica sirviera para nada, ya que al poco enlazó con la sentencia de Magistratura del Trabajo dando por buenos los 500 despidos de la reciente huelga, lo que derivó en la discusión en el Comité Ejecutivo en julio de 1975 sobre la experiencia del último periodo de la movilización de SEAT y el análisis absolutamente mayoritario (con sólo mi voto en contra) de que se había tratado de una orientación “aventurera” y que el Comité del PSUC de SEAT debía publicar un número especial de su boletín “El Comunista” con la correspondiente “autocrítica”. Ante mi negativa a obedecer esta decisión, Miguel se comprometió a preparar él este número, pero nunca llegó a publicarse. Este episodio marca ya el comienzo de una etapa de distanciamiento personal que culmina en la reunión del Comité Ejecutivo de la primavera de 1976 en la que se toma la decisión de separarme formalmente de toda responsabilidad en el Partido (por aventurerismo en SEAT, por indisciplina, y por desviación de derechas –y “liquidacionista”- en relación con Comisiones Obreras y el debate sobre la unidad sindical). Con la separación del CE y del Secretariado se decidió también “congelar” mi participación en el Comité Central, aunque de hecho en los últimos meses se me había ya separado de toda actividad práctica, lo que sin embargo no había impedido que el Comité Ejecutivo diera el visto bueno a la propuesta del Comité del PSUC de la Universidad para que interviniera en nombre de la dirección del Partido en el primer mitin público del PSUC que se realizó en diciembre de 1975, en los sótanos del Hospital barcelonés de San Pablo, con asistencia de unos 1.000 estudiantes.
La actitud de Miguel en este episodio, con su firme defensa de los principios del “centralismo democrático” y la indiscutible autoridad del Secretario General, me retrotrajo en varias ocasiones al recuerdo de lo que me había parecido uno de sus principales traumas personales, tal como había tenido ocasión de percibir en las ocasiones que venía a comer con Tomasa a mi domicilio de mayor duración en la etapa de clandestinidad, el viejo chalet cedido, precisamente a instancias de Miguel, por Ricardo Bofill en las antiguas viviendas de los técnicos de la fábrica de cemento de Sant Just en cuyo espacio Bofill empezaba a construir el “Walden 7”. En torno a las paellas que me enseñó a cocinar Nati, la que había sido nodriza de Ricardo, Miguel exteriorizaba siempre, y de mil maneras, el dolor no curado que le había provocado la confrontación no buscada con Santiago Carrillo. Una confrontación que resultó de la actuación suya en el penal de Burgos cuando, junto con Pere Ardiaca y Ramón Ormazabal, tomaron una iniciativa política cuyo principal pecado fue no haberla consultado antes con la dirección del PCE. Mi impresión entonces fue que Miguel decidió no volver a pecar nunca más, al menos de este pecado que parecía el más “capital” de todos, es decir aceptar siempre la autoridad del Secretario General.
Debo sin embargo incorporar aquí mi posterior impresión, ya en Madrid en los años 90 del siglo pasado, y es que finalmente Miguel se curó, recuperó su alegría y optimismo, su confianza en las personas, individuales y colectivas, aunque no fueran el Secretario General.
Rota la iglesia, superado el dogma y la sensación de pecado, ya no se necesitaban catecismos ni sumos sacerdotes, y Miguel había superado este lastre en su vida. Ya no tenía ningún miedo a que se le calificara como “no comunista”. Porque siguió viviendo, trabajando, encontrando en el mundo mucho tiempo y espacio para contribuir a romper barreras, cadenas, tabúes. Y así llegó a sus últimos días, consciente de que se acababan, pero también de que podían durar uno o algunos más, y, por ello, merecían ser vividos, alegre, optimista.
Quiero terminar estas notas de despedida con las mismas con que terminé una presentación de su libro “La revolución y el deseo”:
Este libro me sugiere tres consideraciones.
Por una parte, estoy convencido de que todos estaremos de acuerdo en que su vida ha sido dura, y quizás éste sea un adjetivo suave, insuficiente, pero su libro no expresa un lamento, sino la justa y muy legítima satisfacción de haberla vivido.
Miguel nos ha aportado mucho, no sólo a los que con él hemos coincidido, sino a todos. Su vida, su acción, ha sido una importante contribución a la lucha de nuestro pueblo por la libertad, y por darle a la libertad un contenido. Pero su libro no supone en absoluto una factura. No nos dice que le debamos nada. Por ello se merece un mayor agradecimiento.
Miguel ha tenido una vida muy llena, una vida de la que se siente, con todo el derecho, satisfecho. Pero su libro no es un recuerdo nostálgico, de reivindicación del pasado frente al presente, sino de recuperación del pasado para poder construir mejor el presente y el futuro.
Por todo ello, para terminar, Miguel quiero darte las gracias. Gracias por tu libro, pero sobre todo gracias por tu vida, por tu vida en pasado, en presente y en futuro.
Muchas gracias, Miguel.
Isidor Boix - 13 de noviembre de 2008
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