Con estas líneas quiero aportar
mi particular homenaje a este importante protagonista de la política española a
quien Manuel Sacristán, a pesar de la poca simpatía personal que se profesaban,
calificaba de “genio de la política”.
Conocí a Santiago Carrillo en una
reunión en Paris, en el verano de 1959, para analizar el movimiento estudiantil
en la Universidad de Barcelona impulsado por el “Comité Interfacultades”, el
“Inter”, precursor del Sindicato Democrático de la Universidad de Barcelona, el
SDEUB.
Coincidí luego con él desde 1970
hasta 1976 en las reuniones del Comité Central y de “cuadros” del movimiento
obrero del PCE. Y coincidí también con Santiago, no sólo físicamente, en
relación con la condena de la invasión soviética de Checoslovaquia, el
eurocomunismo y la asunción de la monarquía y la bandera.
Quiero ahora referirme a un par
de cuestiones en mi opinión apenas señaladas, o mal señaladas, en las numerosas
reseñas publicadas.
Su importante contribución no
empieza con la transición, sino que debe situarse ya en su decisiva intervención
en el final del movimiento guerrillero antifranquista, cuando se vio que las
democracias occidentales iban a tolerar el fascismo en España después de
derrotarlo en Europa.
Ello tuvo su continuación en la
política de “reconciliación nacional”, planteando abiertamente que la división
entre los españoles no podía, no debía, ser la frontera entre vencedores y
vencidos en la guerra civil, o entre los hijos de ambos bandos, sino entre los
que anhelaban un régimen de libertades en nuestro país y los que seguían dando
apoyo a una dictadura reaccionaria.
De esta acertada política
antifranquista deriva, y a la vez la impulsa, su concepción de los movimientos
sociales, “sociopolíticos”, que surgían en la sociedad, entre la clase trabajadora
y las universidades en primer lugar, y que fueron el germen de los “espacios de
libertad” que fuimos construyendo, conquistando, y que tan importante papel
(también olvidado estos días) jugaron en el final de la dictadura a la muerte
del dictador, impulsando la transición a la democracia, a la Constitución de
1978.
Y, ligado a su fundamental papel
al frente del PCE en la transición, otras consideraciones que no comparto son
las que, al alabar su contribución, enfatizan sobre una supuesta “renuncia” a sus
planteamientos ideológicos y políticos en aras al “interés de todos”. Considero
un grave error no entender que la política del PCE en la transición fue una
coherente, y lúcida, consecuencia de la política, y la práctica, de la larga
lucha antifranquista.
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